"No puede el codicioso ser agradecido" (Séneca)
Como referencia a la codicia, encontramos en la mitología
griega el personaje de Midas, a quien Dioniso le concedió el poder de convertir
en oro todo lo que tocaba, incluida la comida, el agua…
La avaricia es una inclinación que sobrepasa lo medianamente
natural, que va más allá de lo que uno tiene, sea poco o mucho, pero que,
curiosamente, suele aparecer con más ahínco cuanto mayor es la riqueza. Así,
cuando una persona tiene poco, es natural que quiera medrar y llegar a un
cierto nivel, del que se cree merecedor, según sus expectativas sociales. Pero
es cuando llega a ostentar ese cierto status que empieza a manifestar los
síntomas de la codicia más mundana: “quiero tener y, sobre todo, quiero que los
demás no tengan para que yo pueda tener cada vez más”; en este aspecto,
cualquier situación que le parezca un desagravio, le enfurece: “de lo que me quitan del sueldo no se debe pagar el bienestar a otros, que me lo den a mí”; así, al tener trabajo afirmaría:
“no quiero que con mis impuestos se paguen las ayudas sociales, ni a los
parados, ni a los dependientes, ni a los drogadictos, ni a los vagos, ni a los
pensionistas, ni a los políticos, ni a los defraudadores que manejan dinero negro…”; pero, además, tiene una tendencia insistente
a expresar lo mal pagado que está, y cómo pisotean una y otra vez los miles y
miles de “derechos” que él sí tiene y de los cuales, por supuesto, es incuestionablemente
merecedor.
De esta manera, el desprecio por la felicidad de otros es
uno de los símbolos del codicioso. Ya los budistas aprecian que la felicidad
del codicioso está claramente relacionada con el valor que le dan a lo
material, y así, surgen términos que están muy vinculados con la codicia:
usura, engaño, manipulación, traición, deslealtad, simonía, abuso de poder,
arrogancia, prepotencia… No en vano, la característica principal de cualquier
pecado capital es que lleva a otros muchos pecados.
“El avaro” de Molière
es una obra que ilustra muy bien este vicio.